Los viajeros que el sábado 7 de junio salimos temprano hacia Albacete sabíamos que la visita a la capital nos iba a deparar auténticas maravillas. El autobús, que la Asociación Cultural Torre Grande puso gratuitamente a disposición de sus socios y socias, hizo su parada al final de la avenida de España, casi en el arranque de la calle Tesifonte Gallego. A escasos metros, el majestuoso Chalé Fontecha aguardaba apacible para mostrarnos sus secretos. Mandado construir por una pujante familia de la burguesía albaceteña, el edificio de aire neorrenacentista ha vivido numerosas vicisitudes a lo largo de un siglo y hoy es felizmente la nueva sede del Instituto de Estudios Albacetenses “Don Juan Manuel”.
Después de atravesar la ornamentada reja, “uno de los mejores trabajos en hierro de su época” en palabras de Nines, nuestra guía y componente de la Asociación de Amigos del IEA, nos adentramos en un espacioso jardín jalonado de rocas “que cuentan la historia geológica de la provincia”. Desde allí accedimos al inmueble a través de una elegante escalinata y las maravillas comenzaron a sucederse una tras otra: pavimentos hidráulicos, azulejos talaveranos, artesonados en yeso imitando la madera, puertas labradas que ocultan espejos en su reverso, molduras y pilastras decorativas, una sala de estilo andalusí recubierta por completo de azulejos, yeserías y mocárabes que te transportan a la Alhambra, la escalera “imperial” que preside el vestíbulo principal y conduce al piso noble y a la galería superior rodeada por una portentosa balaustrada, lámparas de forja, vidrieras con delicados diseños y un sinfín de detalles que han sido recuperados en la rehabilitación dirigida por el arquitecto almanseño Joaquín García, que también formaba parte del grupo visitante. El chalé, un tesoro vivo enclavado en el corazón de Albacete, espera con los brazos abiertos a los amantes del patrimonio, a los investigadores e investigadoras de distintas disciplinas que deseen consultar los fondos que custodia y a cuantas personas quieran acercarse a descubrir esta singular joya albaceteña.
Pero las maravillas no se habían terminado todavía. En el otro extremo del parque de Abelardo Sánchez, el Museo de Albacete nos esperaba con la exposición «La loza de Hellín. Brillo y color». Comisariada por el también almanseño y Técnico Superior del Museo, Pascual Clemente, que ejerció de guía de excepción, nos desveló de una forma amena y precisa las claves de las producciones cerámicas de Hellín entre los siglos XVI y XIX, hasta ahora desconocidas para estudiosos y público en general. Por este motivo, la contextualización histórica de Hellín y sus alfares; el porqué de los colores de la loza (azul, bicolor y tricolor); la presentación cuidadosa de materiales y útiles del oficio, como el torno más antiguo de toda la provincia; la constatación del papel que desempeñaron los maestros, oficiales y aprendices, así como la influencia que tuvo el clero, los ayuntamientos y demás miembros de la sociedad civil en la producción cerámica hellinera; y, sobre todo, la reunión de piezas de gran calidad procedentes de museos y colecciones particulares que resaltan por sus variados motivos vegetales o zoomorfos, paisajes o heráldica, hacen de esta exposición un acontecimiento único e irrepetible, que ha marcado un antes y un después en el conocimiento de Hellín como uno de los centros cerámicos más importantes de la Edad Moderna.
Después de una extraordinaria mañana cultural en Albacete, llegó la hora de volver a Almansa. Nuestras caras reflejaban la satisfacción por las maravillas disfrutadas durante la jornada.





















